Por Gabriela Urrutibehety
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El lector que escribe un diario lee “La maestra rural” de Luciano Lamberti: título de novela realista -y tal vez, nostálgica- que esconde una de marcianos, con tentáculos y platos voladores y todo. O no. Mejor dicho, no es que no sea una novela realista, ni que por ahí no aparezcan seres al estilo de las películas de “Sábados de Superacción”. Sino que tal vez no sean seres así, sino delirantes a mitad de camino entre las lunas de Andrómeda y el neuropsiquiátrico. O no. Mejor dicho, que tal vez sean unos genios literarios que no encajan en la noción de genios literarios sino en la de la piel de una doña Rosa provinciana a la que los prejuicios niegan cualquier tipo de genialidad. O no.
Volvamos a empezar.
Los títulos de los capítulos son nombres: cada uno es la voz de un personaje que va aportando para armar la trama que gira en torno de una maestra rural jubilada que es la autora de una obra poética maravillosa. Libros que encantan de sólo abrirlos, una escritura magnética, como de otro mundo. Y, por el contrario, la mujer que los escribe rompe cualquier expectativa referida a una poeta: vive en una pequeña ciudad, sin contacto con otros escritores, sin preocuparse por la difusión de sus libros y con una biblioteca donde los libros son muchos menos que los adornos de cerámica. Una escritora que lee solo a Juana de Ibarbourou y a Gabriela Mistral y que piensa que los poetas actuales escriben en prosa.
Sin embargo, por allí también gira la fauna literaria convencional: artistas del hambre, libreros bohemios, estudiantes de letras en busca del descubrimiento de la figura ignorada que los haga famosos a ellos, talleres literarios con toda la fauna que por allí circula, público de lecturas de poemas.
Y están los que oyen voces, los vecinos que hablan por hablar, los que van a un parapsicólogo abierto 24 horas, los chicos especiales, los porteños que se van a vivir al interior, los del interior que defienden su paraíso tranquilo.
Voces: toda la novela es un concierto de voces que dicen lo suyo. Aunque, piensa el lector que escribe un diario, oír voces es, habitualmente, un sinónimo de estar loco. ¿Están locos? ¿Dicen la verdad? Las voces no se contradicen, sólo hablan de experiencias a diferentes niveles, todas candidatas a verosímiles diversos. ¿Son verdaderas? ¿Total o fragmentariamente? ¿Deliran? ¿Dicen lo que nadie se anima a decir?
El lector que escribe un diario disfruta con las ambigüedades y los límites de la locura están precisamente machacados a fuerza de ambigüedad. Como lo están las cosas que no tienen explicación a mano o los chusmeríos del vecindario. Decir, entonces, se plantea como jugar a andar en una pata, avanzando a pesar de las oscilaciones que provoca el esfuerzo de mantener el equilibrio.
¿O desequilibrio?